domingo, 20 de noviembre de 2016

De esclavas del textil al salón de masaje

La habitación de Mimi huele a aceite de bebé y está iluminada con una luz rosa. En la repisa tiene un rollo de papel tamaño industrial que extiende sobre la camilla y un par de toallas que reutiliza con cada cliente: unos cinco al día. Los 15 euros del masaje son para su jefa; ella se queda con la propina de lo que pueda venir luego: entre 10 y 20 euros, dependiendo de cómo lo haga. Le da pánico que le peguen algo, explica en un precario español mientras recorre con un vestido negro el largo pasillo con habitaciones a un lado y otro. Trabaja en uno de los más de 100 salones de masaje chinos con final sexual que hay Barcelona, según los Mossos d’Esquadra. Hay tantos, que empiezan a ser una atracción turística. El suyo está cerca de Sants y en el escaparate ofrece estilismo de uñas y peluquería. No le gusta, desliza, pero ahora tiene contrato y un horario de trabajo. Y el camino hasta aquí ha sido muy largo.
Mimi (su nombre para los clientes), como las otras cuatro mujeres entrevistadas para este reportaje, llegó a Barcelona hace tres años de la mano de un cabeza de serpiente, el individuo que dirige una organización para transportar a inmigrantes desde China. Sabía que estaría en un taller de ropa. Trabajar duro no era un problema, lo hacía antes; y lo bueno es que iba a ganar más dinero. Pero durante dos años estuvo prácticamente encerrada en un local del barrio del Fondo de Santa Coloma de Gramenet, donde vive una extensa comunidad de su país (en Cataluña hay registrados 47.973 chinos) y donde dan con sus huesos muchos recién llegados. “El taller es la puerta de entrada al mundo laboral aquí”, señalan fuentes policiales. Trabajaba 16 horas al día siete días a la semana. Comía (siempre arroz y fideos) y dormía con otras 30 personas. Cobraba entre 800 y 1.000 euros al mes. Le sirvió para ahorrar. Y también para pagar la deuda del viaje.