lunes, 20 de marzo de 2017

El colegio milagro que revoluciona la educación en España (PRIMERA PARTE)

Nada más entrar en clase ocurre algo insólito: nada. El aula de quinto de primaria está abarrotada pero nadie me presta la más mínima atención. Doy algunos pasos entre las mesas, me asomo al centro de un grupo de alumnos, pero ninguno levanta la vista. Me ven, pero me ignoran. En mis tiempos, y en otros colegios, cualquier persona, animal o cosa que se manifieste en la puerta de un aula se convierte de forma instantánea en la mejor escapatoria.
Hace tres meses un nuevo milagro atrae peregrinos a uno de los barrios más pobres del área metropolitana de Barcelona. Curiosos, estudiantes de magisterio, académicos y comitivas institucionales se desplazan semanalmente hasta La Florida, en L'Hospitalet de Llobregat, para visitar el prodigioso colegio Joaquim Ruyra. Yo soy uno de esos peregrinos.
Todo empezó cuando se hicieron públicos algunos de los resultados de las pruebas de competencias básicas que realiza la Generalitat. Los datos revelaron que el nivel académico de los alumnos de primaria de este centro público está muy por encima de la media. En algunas materias supera incluso el de los colegios privados de más prestigio de Cataluña. Lo llamaron «milagro educativo».
«El 92% de nuestros alumnos son de origen extranjero y más del 95% reciben una beca de comedor. Se supone que estos resultados no salen de un barrio como éste. Se supone», dice risueño Miquel Charneco, el jefe de estudios. «Todo el mundo nos pregunta lo mismo», continúa Raquel García, la directora del centro, «que cómo lo hacemos y que dónde está el truco. Nosotros les decimos que no hay truco, sólo la medida justa de azúcar, y les invitamos a verlo».
Durante tres días observaré de cerca este colegio. Elaboraré una lista de particularidades, una especie de recetario o cuaderno de rarezas, según se mire.


En primer lugar, todas las aulas tienen las puertas abiertas y desde el pasillo se oye un runrún de voces. Antes de cruzar el umbral de la clase de quinto veo un niño sikh con el moño tradicional en la frente, una niña negra altísima y un chaval con cenefas en el cuero cabelludo. De repente me asalta una timidez infantil. Una clase, o lo que muchos entendemos por ella, es uno de los espacios más solemnes a los que uno puede enfrentarse. Sin importar la edad, siempre revive el miedo a ser observado, evaluado.
Los alumnos de quinto curso están divididos en cuatro grupos. Deben realizar cuatro actividades distintas de 20 minutos de duración. Éste es el tiempo que, según el equipo directivo, son capaces de mantener una concentración óptima. De modo que la clase de matemáticas durará dos horas. Cada equipo realizará cuatro actividades relacionadas con la asignatura. Los grupos interactivos, así se llama este sistema, es como funcionan aproximadamente el 60% de las horas lectivas en el Joaquim Ruyra.
Como herramientas de apoyo están el cronómetro digital colgado en la pared y cuatro adultos, uno en cada conjunto de mesas. «Hoy tenemos dos voluntarios, un lujo», apunta Raquel, la directora. «Siempre garantizamos que haya al menos dos adultos por clase, el tutor y un maestro de apoyo, luego jugamos con los voluntarios».
Esta es una de las pocas rebeliones formales del centro: los maestros de educación especial y del aula de acogida se integran en la clase ordinaria. «Al segregar a los alumnos la autoestima bajaba en picado», dice Raquel. «Es como una escuela de idiomas en la que tus compañeros no saben nada y no quieres hablar con tu profesor. Les dábamos un cuaderno especial que terminaba sirviendo de excusa cuando algo les parecía difícil: '¡Profe, es que soy del aula de acogida!'».
Sadaf es madre voluntaria, procede de Pakistán y hace 17 años que vive en el barrio. Se pasea alrededor de su grupo con un sari perfumado, mirada exigente y los brazos cruzados. «En este colegio puedes saber qué hacen los niños en clase. ¿Cuántos padres lo saben realmente?». Madre y tía de varios alumnos del Joaquim Ruyra, viene cada semana. «A otras familias de mi país les gusta que venga, y a mí también».