miércoles, 22 de marzo de 2017

El colegio milagro que revoluciona la educación en España (SEGUNDA PARTE)

El alboroto que arma el grupo de Sadaf es considerable. Ella da pequeños toques en el culo a los estudiantes para que se sienten, pero es complicado. Los chavales están absorbidos por batallas de cálculo mental. Por parejas, y con una tableta electrónica como tablero, los estudiantes juegan a ver quién pulsa antes el resultado correcto de una operación matemática. La concentración es total, están en una burbuja. Al final de la partida, el ganador lo celebra y el perdedor mira el cronómetro y pide la revancha. A pesar del vocerío, en ningún momento el aula se descontrola: «Nadie se estresa porque saben que pasarán por todas las actividades», dice la directora. La actividad de matemáticas es un juego de mesa.
Javier, de pelo cano, hace de trilero en el grupo de al lado. Es padre de dos alumnos del colegio y viene desde que está en paro: «Vamos a complicarlo un poquito. Hay que asegurar que el camión rojo pueda salir». Javier orquesta un ejercicio de geometría espacial. Los alumnos deben conseguir que el camión rojo salga del parking moviendo otros coches de lugar. «Ahora tú, Jasmín», le dice una niña a otra. «Así, entre todos. ¡Sois unos cracks!». Javier se levanta y propone un choque de manos, y los estudiantes responden felices.
«Nosotros estamos sabiendo lo que pesa un boli», cuenta Mohamed, ajustándose las gafas al entrecejo. En su grupo tratan de adivinar el gramaje de varios objetos y luego lo comprueban con una balanza de las de pesos. Hace tres años que Mohamed viene a este colegio: «El profesor de mi anterior escuela no era bondadoso, nos ponía a mi amigo y a mí en dos esquinas de la clase y estábamos muy distanciados. Yo solo quería ayudarle porque es mi amigo».
Sin pretenderlo, Mohamed acaba de señalar una de las claves del Joaquim Ruyra: el aprendizaje dialógico. «Si no entiendes un ejercicio, ¿quién te lo va a explicar mejor?», me pregunta la directora. «¿El profesor, el libro, o un compañero? Siempre es mejor que te lo explique un igual. Por eso aquí funcionamos al revés: si hay silencio en clase es que algo va mal».
Hago recuento. En mi lista de particularidades están las puertas abiertas, la charla como método y un ambiente parecido al de un club de juegos de mesa, concentrado y relajado a partes iguales. Además, las paredes están llenas de chuletas, «referentes» que crean los alumnos y que les ayudan a retener trucos de decimales y acentos. Para Mohamed, esta escuela es como su casa: «Solo que en vez de hacer lo que yo quiero, tengo que hacer cosas que me piden. Y esas cosas son divertidas».
A última hora una escena insólita ingresa en la lista. Mientras la maestra de segundo se dirige a los alumnos, otro maestro irrumpe y pregunta a viva voz: «¿Cómo se dice luciérnaga en catalán?». «Cuca de llum», dice ella, «¡cuca de llum!», corean todos. «¡Uau! No lo sabía, muchas gracias».

Miquel, el jefe de estudios, aprovecha para comentar que «la clase magistral está obsoleta», y que lo que acabo de ver es otra estrategia del colegio. «Evidenciamos a propósito nuestro desconocimiento y la búsqueda de soluciones. Antes los profesores eran eruditos que leían más que el resto de la población. Quedaba muy mal hacerle según qué preguntas o demostrar desconocimiento. Ahora estamos en la sociedad de la información».
Miquel asegura que alguna vez ha sacado el móvil en clase para buscar algo, a modo de diccionario o de enciclopedia. «¿Por qué no?». Me quedo pensativa y anoto la siguiente ecuación: «No saber -> vergüenza -> no aprender. ¿Cuántas veces nos pasa?».
Hace una década que este colegio, construido en 1974, tenía que haberse tirado abajo. La crisis provocó la suspensión del nuevo proyecto arquitectónico y el viejo edificio sigue entre la vía, los Bloques Florida y los coches patrulla de los Mossos, que casi forman parte del paisaje del barrio. Los bloques son viviendas sociales levantadas durante el franquismo. Hasta el cambio de siglo, estuvieron habitadas mayoritariamente por familias gitanas.
«En el año 2000 teníamos 15 chavales de origen extranjero; en 2016 el porcentaje se invirtió y ahora tenemos 15 nacionales, uno o dos por clase», dice Raquel. Pero el cambio demográfico no fue el detonante de la transformación del centro, sino la movilidad de los alumnos. «Si haces una foto al principio de curso y al final, no parece la misma clase. Tenemos una movilidad del 40%. A esto lo llaman escuela autobús, los alumnos entran y salen».
Los desahucios, los cambios de domicilio y el retorno al país de origen son los motivos más habituales. «Muchas familias vuelven porque aquí les va mal», cuenta Miquel mientras recorta unos papeles diminutos en la sala de profesores. «Es lo que tenemos y con eso trabajamos», zanja la directora con un optimismo marcial, sorbiendo un vaso de agua. «Buscamos la excelencia, la buena convivencia y la integración. Las quejas, fuera». Luis, tutor de sexto, comenta: «Tengo amigos policías que me dicen que este colegio es un oasis. La Florida es uno de los barrios más conflictivos de Barcelona».