domingo, 26 de marzo de 2017

El colegio milagro que revoluciona la educación en España ( CUARTA PARTE)

Último día. En la clase de quinto, un grupo de niños trabaja para calcular el área de un triángulo. La escena recuerda a los boxes de la Fórmula 1. Uno escribe en la pizarra blanca, otro señala un folio, otro borra con un trapo los cálculos antiguos. Actúan con pasión y velocidad, se dan órdenes matemáticas, como si tuvieran que ganar una carrera. El cronómetro marca ocho minutos.
Cuando terminan con éxito la operación, Chirine, la niña que escribe en la pizarra, define su colegio: «Este cole tiene una forma expertísima de trabajar, que es interactuar y ayudar a los otros. Antes éramos solitarios. Aquí podemos ayudar hasta a los padres, porque a lo mejor sabemos cosas que ellos ya han olvidado».
El milagro del Joaquim Ruyra no sería posible sin una realidad que no tiene que ver con notas ni rendimientos. Han conseguido que muchos padres hagan de voluntarios en los grupos interactivos (un 25% de los voluntarios son familiares directos, unos 100). Pero sobre todo han conseguido que en el barrio sientan que la escuela les pertenece, que no sean tímidos ni se sientan evaluados al cruzar el umbral de la puerta del aula.
«Siempre hemos visto al profesor como un mini demonio. Pensábamos que eran enemigos, y en realidad podemos hablar con ellos aunque tengan una carrera y nosotros nada». Maica es una de las voluntarias más conocidas del colegio. Su familia, que es «mezcla» pero siempre ha vivido con los gitanos, nunca se llevó bien con los maestros de la anterior escuela de su hijo Vicente, que era concertada por falta de plazas en la pública: «Tenía problemas. Al menos ahora lo que aprende, lo entiende».
Jubilados, vecinos y jóvenes ex alumnos entran y salen del vestíbulo del colegio con naturalidad, como si fuera una plaza. Se quedan el rato que les viene bien. «Nunca podemos decir a un voluntario que hoy no le necesitamos, porque si no, no vuelve. Tampoco hay requisitos ni un perfil», asegura Raquel. De hecho, hay voluntarios que son ex toxicómanos y analfabetos.
¿Qué pasa si, por ejemplo, un voluntario no sabe dividir? Raquel tiene una respuesta para aquellos que dudan, que al principio son muchos: «¿Tú le dices a tu niño que no haga los deberes en tu casa porque no te acuerdas de dividir? No, le preparas un sitio tranquilo y vigilas que lo haga limpio, te aseguras de que trabaje. Eso es dinamizar». ¿Y si un voluntario se equivoca al enseñar una lección? «¡Mejor!», batea Raquel. «Los niños se matan para argumentar su postura. En ese momento, la lección hace ¡clac!, no la olvidan jamás, la asimilan para siempre». Maica lo confirma: «¿Que me he equivocado? Ellos se motivan y a mí me va bien».

Paulatinamente, las interacciones entre la gente del barrio y los alumnos dentro del aula generan una especie de transformación social por un efecto espejo. Primero la escuela se abre a los padres, después la gente la hace suya y luego el barrio termina autoeducándose. De alguna forma, muchos voluntarios cambian la percepción de sí mismos.
Maica, por ejemplo, se siente mejor desde que es voluntaria: «Veo que puedo ayudar en otras cosas. Antes pasaba más, ahora en el barrio me conoce todo el mundo». María del Mar, con los ojos un poco llorosos, lo toma casi como una terapia: «Los niños te amansan un montón. El día a día es duro, estás quemadita, pero vienes aquí y todo cambia, ves que eres importante para ellos. Y los directores dan ternura, aquí dan ternura». Raquel sintetiza: «Para la convivencia en el barrio, este colegio es más efectivo que 20 lecheras de los Mossos. Algunos voluntarios no cambian su conducta en la calle si ven un coche de la policía, pero si ven a los niños, sí. No les decimos que son referentes, lo ven ellos mismos».
Los prejuicios y los roles también se debilitan. Un ejemplo ocurrió hace poco. Dimitri, un joven ex alumno que ahora va al instituto, se presentó para hacer de voluntario varios días seguidos, hasta que se confesó: «Profe, es que me han echado». «Lo habían expulsado. En vez de irse a fumar al parque, viene y se pone en serio», dice Miquel.
Esto es precioso, le digo al jefe de estudios. «Un milagro, ¿no?», contesta él. «Tenemos muchos conflictos, pero los solucionamos de la misma forma que les exigimos a los alumnos, con diálogo igualitario. Yo no puedo expulsar a tu hijo diciéndote que ha cometido tres faltas y que ésa es la normativa. Las familias saben que estamos aquí para ayudarles, por eso ellos también están. ¡Incluso nos traen las cartas del banco o de Hacienda!».
Enric es maestro jubilado. Durante 40 años ha enseñado en la escuela pública de L'Hospitalet y ahora es voluntario del Joaquim Ruyra. Se toma su tiempo para decir qué diferencia a este centro de otros. «Esto nunca se reconoce, pero diré la paz social. Este colegio aporta tranquilidad».
El Joaquim Ruyra, en realidad, no parece un colegio. No he visto ningún empujón, colleja o burla; tampoco se percibe esa fuerza de contención que impera en muchos centros. De hecho, cuando suena el timbre que anuncia la hora del patio, los de quinto ni se inmutan, quieren terminar de valorar la actividad con su tutor. En el pasillo no hay hordas saliendo en tropel.
Dijo Raquel que se trataba de la cantidad justa de azúcar. Precisamente, la sensación es la de estar en una gran fábrica de chocolate donde todo funciona con unas normas estrictas que todos siguen por su propio placer. Los alumnos son receptores y reproductores de un método que entienden y disfrutan. «Cualquiera que se sienta mal en otro colegio puede venir, les gustaría hasta dormir aquí. Para mí esta escuela es como Marruecos, donde siempre voy y vuelvo», dice Chirine.
Según la web de las comunidades de aprendizaje, en España hay 209 centros que siguen este sistema, con especial éxito en Andalucía, Castilla-La Mancha y en Cataluña, donde cada año de dos a tres centros educativos se suman. «Yo estoy enamorado de esto. Creo que este sistema podría cambiar la educación de todo el país, también la universidad», dice Luis, tutor de sexto. «Funciona en favelas de Brasil y en escuelas de élite de EEUU y del País Vasco. No depende de los recursos».
Pero no todo el sector educativo opina lo mismo. Cuando se publicaron los resultados que trajeron la fama a este colegio, arreciaron las críticas. «En el foro de la USTEC, el sindicato de Ensenyament, lo cuestionaban todo. Decían que teníamos más maestros y menos alumnos, lo cual no sólo es falso, sino que es al revés: tenemos menos profesores de los que nos tocarían y una ratio de 25-36 alumnos por clase. Todos callaban cuando les decía que vinieran a verlo», dice Luis.
Las comunidades de aprendizaje han sido avaladas por la Comisión Europea a través del proyecto Includ-ED, y se han publicado estudios sobre ellas en revistas de Cambridge y Harvard, pero hay quien duda de que la base científica a la que aluden sus promotores sea tan evidente. El catedrático de Sociología Mariano Fernández Enguita cree que los procedimientos de investigación de los grupos académicos que las defienden, como el CREA, son superficiales y sesgados. Luis cree que el rechazo viene del miedo: «Hay muchos profesionales que no están dispuestos a salir de su zona de confort y prefieren no romper con los patrones y dogmas. Es desconocimiento y es miedo. Y te voy a ser sincero: esto implica mucho trabajo. En vez de preparar una clase, tienes que diseñar cuatro actividades de 20 minutos».
Más allá del escepticismo y las críticas que las comunidades de aprendizaje puedan generar, es pertinente preguntarse quiénes pueden verse amenazados por un colegio de élite ubicado en medio de un polvorín, un gueto, tal como lo llaman algunos de sus vecinos.
Miquel y Raquel se despiden invitando a los lectores a visitar el centro: «Eso sí, tendrán que hacer de voluntarios», dice el jefe de estudios con el dedo en alto, y añade una última reflexión: «Lo que nos obsesiona no es enseñar, sino que los alumnos aprendan. No es lo mismo, si lo piensas bien».
Para ser un milagro, del Joaquim Ruyra se sale creyendo menos en lo divino que en lo humano.