martes, 26 de septiembre de 2017

EDUCACION PARA TODOS


Conciertos y desconciertos con la
escuela católica
Manu Andueza (B)
Ante los inciertos resultados de las elecciones
y los absurdos comentarios electorales
sobre conciertos con la escuela católica, se me
ocurren unas reflexiones que me corroen
por dentro y urgen por salir para generar un
debate positivo y propositivo.

1.- ¡Ay de vosotros si los fundadores levantaran
la cabeza! No puedo menos que gritar que la
escuela católica nació con vocación de pública y
para todos, especialmente para los que no tenían
escuela. Hoy parece que estamos en el bando
contrario al de los fundadores de las instituciones
escolares cristianas. Seguro que más de uno nos
daría alguna que otra colleja... Por lo tanto, la
disputa estatal-concertada es de lo más estúpida
y carente de sentido.

2.- Recordemos del Educar(NOS)
anterior lo dicho por la Iglesia en el nº 9 de la GE del
concilio: la escuela cristiana ha de preferir a
los pobres en bienes temporales, a los privados del
afecto y ayuda familiar y a los ajenos al don
de la fe. Si así fuera, ningún gobierno, ni de
izquierdas ni derechas, ni de arriba ni de abajo
tendría el más mínimo problema con dicha
escuela.

3.- Si algo ha de destacar en un educador es que lo
sea por vocación y por convicción. Lo primero
invita a lo segundo y lo segundo completa lo
primero; porque introduce el elemento justicia, el
presentimiento y la certeza de que la educación
es el mejor camino para construir un mundo
más justo y humano. Y para ello hay cosas que
cambiar. ¿Hablará de esto también el Libro
Blanco?

4.-Yo quiero considerar 5 elementos en la escuela:
aprender a aprender, abierta a la realidad,
capacidad de leer el mundo, desde el sufrimiento
humano y, dar la palabra. Desde aquí se debería
articular una buena formación del profesorado
y tal vez no fueran necesarios libros blancos,
negros o arcoiris. Una formación que dura toda
la vida tiene un sentido y un horizonte claro.

5.- La triste sensación de que nadie toma en serio
la educación sigue planeando sobre este país.
¿Dejará de ser moneda de cambio de intereses
y especulaciones rastreras? Tal vez, la única
respuesta sea organizarnos y educarnos nosotros
mismos para poder ofrecer otra escuela tan
posible pero aún más necesaria.

Un relato desde el Vaticano
José Luis Corzo
He caminado demasiados años por el
desierto, seguro del agua profunda que tenía
que estar bajo la arena. La presentía en ciertos
maestros de escuelas marginales, o cuando oía
decir que la vocación educativa de un cristiano
son los pobres (especialmente)..., como repite
el estribillo escolapio, aunque cambie mucho
la estrofa. Por eso abrimos la Casa-escuela
Santiago Uno en Salamanca (1971) y por eso me
estudié muchas veces aquella breve declaración
del concilio Vaticano II sobre la educación
(Gravissimum educationis 1965: GE) y aquel
otro texto romano posterior, aún más explícito
(La escuela católica1977: EC). Ambos aseguran
que pobres, huérfanos y no creyentes
son los favoritos de cualquier escuela católica que se
precie. Pues bien, ahora, para celebrar las bodas
de oro del concilio, me he empleado a fondo
en una jornada madrileña entre las facultades
de Educación y Teología de la Pontificia de
Salamanca. Además, en el 71 de Educar(NOS), ya os dije que
El Vaticano II aún enseña algo
sobre educación; y, por fin, he publicado en la
revista Vida Nueva (7.11.2015) un largo artículo – pliego
lo llaman – para Repasar la lección del
concilio y poder releer la GE
más fácilmente en una nueva traducción mía.
Lo que ya no tenía tan claro era si
acudir o no a otra celebración, mundial, de la
GEque organizaba la Congregación vaticana
de Educación Católica: un magno congreso
titulado “Educar hoy y mañana, una pasión que
se renueva” (18-21 de nov.). Me daba miedo,
porque el dichoso dicasterio
– así llaman a los ministerios del Papa – era una parte bien árida
de mi desierto postconciliar. De hecho (tras
EC de Pablo VI) ha publicado 7 largos y arenosos
documentos más: 5 bajo Juan Pablo II y otros 2
bajo Benedicto XVI; en ellos, los pobres, si salen,
¡de comparsa!
Al fin, me armé de mis mejores recuerdos
juveniles (pues con 22 añitos estuve en la Plaza
de san Pedro viendo clausurar el concilio) y
volví a Roma. Fue un mal trago, pero con un
postre delicioso inesperado.
Si la medicina se hubiera dedicado a
elogiar la salud – como dice mi compañero
Jesús Sastre – aún estaríamos en Hipócrates;
pero avanza porque combate las enfermedades.
Eso mismo debería hacer la Pedagogía, en vez
de manosear tanto los ideales y la teoría, como
hizo este congreso. Que si la identidad católica,
que si el liderazgo de sus protagonistas, que si
los problemas (ahora que se acaban frailes y
monjas en los colegios), que si el futuro... y,
sobre todo, lo que nunca falta: unos que dan y
otros que reciben la supuesta educación, como si
fuera un producto. ¡Ni siquiera hemos superado
definitivamente con Paulo Freire la educación
bancaria!
A ratos también fue una alegría casi ver
algunos testimonios de auténtica educación
de urgencia; y hasta oír al superior general de
los escolapios citar en un par de ocasiones el
menospreciado punto 9 de GE sobre pobres,
huérfanos y no creyentes, que casi nadie cita. De
hecho, tampoco nadie citó en todo el congreso
el otro párrafo incendiario – el 58 – de EC
que advierte sobre el contratestimonio que le supone a
la Iglesia educar a una clase ya privilegiada, pues
“la fortalece frente a la otra en un orden social ya
bastante injusto”. Analizarlo hubiera merecido un
congreso, en vez de asegurar una y otra vez que
la católica es la educación integral, que ya suena
a hueco.
Pero llegó el último día y el Papa en
una audiencia multitudinaria escuchó algún
testimonio – como el de un escolapio senegalés
(también en estas páginas) – y, sin papeles,
respondió a tres preguntas:
1ª, ¿qué hace ser verdaderamente cristiana una institución?

2ª, ¿qué significa promover y vivir esa famosa “cultura del
encuentro”?

Y 3ª, ¿qué hacer los educadores para
construir la paz en esta “tercera guerra mundial a
trozos”?

Como quien no quiere la cosa, Francisco
nos adelantó por la izquierda, también a mí
y, desde luego, al Congreso entero, cuyos
responsables ya pueden dimitir:

1º, una escuela será católica si aporta
humanidad, pues esa es la convicción cristiana:
que Dios asumió todo lo humano: “y no hagáis en
clase proselitismo, nunca, nunca”, sino aportad
valores humanos; la trascendencia es uno de ellos
y toda cerrazón deja de ser humana (como el neo-
positivismo que hoy domina la escuela).

2º, esta educación resulta elitista y
selectiva, como una ventaja de los países y
personas de cierto nivel o capacidad. En vez de
acercar a los pueblos, los aleja, como a los ricos
de los pobres y a una cultura de las otras. Una
vergüenza; la educación pertenece a todos. Y se
ha roto el lazo educativo entre familia, escuela y
Estado. Es horrible. Hay que volver a empezar,
porque hay mucha energía educativa fuera de
la escuela formal (que huele a dinero), como en el deporte, la
música, los barrios...

3º, dejad los lugares donde ya hay muchos
educadores e id a los suburbios;
o por lo menos, ¡dejad la
mitad! Buscad allí a los pobres
y necesitados; tienen algo
que falta a los jóvenes de los
barrios más ricos: experiencia
de supervivencia, incluso de
crueldad y hambre, de injusticia.
Tienen la experiencia de una
humanidad herida, como la del Crucificado. Pero
no vayáis a ellos por beneficencia, a enseñar
a leer, a dar de comer... ¡no! El desafío es que
crezcan en humanidad e inteligencia, en valores
y hábitos, para seguir adelante y darnos desde la
periferia realidades que nosotros, en el centro,
ignoramos. De ellos vendrán las nuevas ayudas,
los nuevos valores, y las nuevas personas capaces
de renovar el mundo. La mayor tentación de las
guerras son los muros y nuestro mayor fracaso
es educar “dentro de los muros”, en una cultura
selectiva, segura, tras la muralla de un sector
social muy acomodado que ya no avanza.
Nos deseó buen apetito, porque ya era la
hora de comer del sábado 21 de noviembre, y me
sorprendí aplaudiendo como un chaval entusiasta;
o como aquel otro seminarista que fui en 1965,
sobre la columnata de Bernini, viendo a Pablo VI
despedir a más de 2000 obispos que se disponían
a abrazar – y no condenar, como antes – al mundo
moderno. Era otra época, ahora recuperada por
Francisco con un plus; ya me había dado cuenta
en julio de 2013, cuando le aplaudí yo solo en mi
casa ante el televisor, al verle en Lampedusa. Ya
no era abrazar la modernidad – que en 50 años
no acaba de superar la exclusión – sino abrazar
también, y más, la humanidad herida y pobre.
Así que me siento reconciliado con el
desierto que guardaba su agua y, reconfortado tras
la larga travesía, he vuelto a saborear el sencillo
relato de Hanna Arendt cuando, muerto Juan
XXIII, en un café romano le dijo una camarera:
“pero señora ¿no se habían dado cuenta de que
elegían papa a un cristiano?”.